“La meta de la equidad educativa es percibida hoy en forma más integral y realista que en los orígenes de los sistemas educativos y se acerca al planteo de la filosofía social”.
No cabe duda sobre la importancia de la formación personal para la consecución de una justicia social y económica en nuestras sociedades. Tampoco puede ignorarse que este objetivo, al menos discursivamente presente en los inicios de los sistemas educativos nacionales y del nuestro en particular, no ha menguado en importancia sino todo lo contrario en el contexto de las llamadas “sociedades del conocimiento” o “tecnológicas” en las que, desde distintas perspectivas ideológicas, se subraya la importancia del conocimiento como motor del desarrollo económico de los pueblos. En fin, la “correlación positiva” entre educación y desarrollo social y económico se torna cada vez más evidente y persistente3 (Llach, 1999).
Desde el origen del sistema educativo nacional la equidad fue entendida como “igualdad de oportunidades educativas”. Dentro del esquema educativo moderno con una fuerte necesidad de homogeneización cultural, la justicia educativa fue implementada a través de “ofrecerle a todos, sin discriminación, el mismo paquete educativo”. Se suponía que la “igualdad de oferta” (reconociendo, como se expresó, la existencia de distintos recorridos) resolvía la injusticia social de origen. Si todos podían ingresar al mismo sistema educativo, en él y gracias a él, mediante una operación ideológico científico pedagógico, la desigualdad (injusta) por origen social se transmutaría en desigualdad (justa) por méritos personales. La utopía de una república de iguales que, según su mérito, lograban su ubicación en la nueva sociedad sin mayores condicionamientos, se resolvía en el sistema educativo. De esta forma se planteaba el ideal de justicia educativa.
Esta conceptualización fue desmantelada progresivamente por la crítica social a partir de mediados del siglo XX. Más allá de sus supuestos ideológicos, se comprobó la correlación entre estrato social y nivel educativo, la configuración selectiva del sistema, se identificaron los distintos recorridos y mecanismos restrictivos, se denunciaron los condicionamientos culturales y lingüísticos de un sistema diseñado no en forma universal sino de acuerdo a los parámetros de ciertos sectores sociales. Estas críticas fueron a confluir en la decadencia de la cosmovisión moderna y en el advenimiento de la posmodernidad, e implicaron una subvaloración de lo homogéneo y el rescate de la diversidad y del pluralismo cultural.
De esta forma, la pretensión de ofrecer a todos lo mismo como ideal de justicia educativa declinó hasta ser sustituido en la actualidad aunque con objeciones por el concepto de equidad. Este término fue definido como “complementario y, para algunos sectores, superador del de igualdad, centrado en la propuesta de no dar lo mismo a los que son diferentes, para grupos sociales en los que el rasgo más destacado es la distancia social y no la homogeneidad” (Feijoó, 2002, p. 15).
Lo justo en educación, según el pensamiento de esta corriente, tiene como primer referente, lo propiamente personal, es decir, cuando cada uno recibe lo suyo, lo apropiado al desarrollo de su personalidad en todas sus dimensiones individuales y sociales. Por esto es que parecería más adecuado adherir al nuevo enunciado de “equidad” antes que al superado, aunque defendido todavía por muchos, de “igualdad de oportunidades”. Pues la equidad implica “una estimación general de lo que es justo en cada caso, más que una aplicación estricta de la ley” (Vázquez y Vázquez, 2000, p.156). En cambio, el concepto de “igualdad de oportunidades” condice más bien con la concepción reduccionista y formal de ofrecer a todos la misma oferta descuidando las condiciones reales de ejercicio y aprovechamiento de las oportunidades ofrecidas.
No cabe duda sobre la importancia de la formación personal para la consecución de una justicia social y económica en nuestras sociedades. Tampoco puede ignorarse que este objetivo, al menos discursivamente presente en los inicios de los sistemas educativos nacionales y del nuestro en particular, no ha menguado en importancia sino todo lo contrario en el contexto de las llamadas “sociedades del conocimiento” o “tecnológicas” en las que, desde distintas perspectivas ideológicas, se subraya la importancia del conocimiento como motor del desarrollo económico de los pueblos. En fin, la “correlación positiva” entre educación y desarrollo social y económico se torna cada vez más evidente y persistente3 (Llach, 1999).
Desde el origen del sistema educativo nacional la equidad fue entendida como “igualdad de oportunidades educativas”. Dentro del esquema educativo moderno con una fuerte necesidad de homogeneización cultural, la justicia educativa fue implementada a través de “ofrecerle a todos, sin discriminación, el mismo paquete educativo”. Se suponía que la “igualdad de oferta” (reconociendo, como se expresó, la existencia de distintos recorridos) resolvía la injusticia social de origen. Si todos podían ingresar al mismo sistema educativo, en él y gracias a él, mediante una operación ideológico científico pedagógico, la desigualdad (injusta) por origen social se transmutaría en desigualdad (justa) por méritos personales. La utopía de una república de iguales que, según su mérito, lograban su ubicación en la nueva sociedad sin mayores condicionamientos, se resolvía en el sistema educativo. De esta forma se planteaba el ideal de justicia educativa.
Esta conceptualización fue desmantelada progresivamente por la crítica social a partir de mediados del siglo XX. Más allá de sus supuestos ideológicos, se comprobó la correlación entre estrato social y nivel educativo, la configuración selectiva del sistema, se identificaron los distintos recorridos y mecanismos restrictivos, se denunciaron los condicionamientos culturales y lingüísticos de un sistema diseñado no en forma universal sino de acuerdo a los parámetros de ciertos sectores sociales. Estas críticas fueron a confluir en la decadencia de la cosmovisión moderna y en el advenimiento de la posmodernidad, e implicaron una subvaloración de lo homogéneo y el rescate de la diversidad y del pluralismo cultural.
De esta forma, la pretensión de ofrecer a todos lo mismo como ideal de justicia educativa declinó hasta ser sustituido en la actualidad aunque con objeciones por el concepto de equidad. Este término fue definido como “complementario y, para algunos sectores, superador del de igualdad, centrado en la propuesta de no dar lo mismo a los que son diferentes, para grupos sociales en los que el rasgo más destacado es la distancia social y no la homogeneidad” (Feijoó, 2002, p. 15).
Lo justo en educación, según el pensamiento de esta corriente, tiene como primer referente, lo propiamente personal, es decir, cuando cada uno recibe lo suyo, lo apropiado al desarrollo de su personalidad en todas sus dimensiones individuales y sociales. Por esto es que parecería más adecuado adherir al nuevo enunciado de “equidad” antes que al superado, aunque defendido todavía por muchos, de “igualdad de oportunidades”. Pues la equidad implica “una estimación general de lo que es justo en cada caso, más que una aplicación estricta de la ley” (Vázquez y Vázquez, 2000, p.156). En cambio, el concepto de “igualdad de oportunidades” condice más bien con la concepción reduccionista y formal de ofrecer a todos la misma oferta descuidando las condiciones reales de ejercicio y aprovechamiento de las oportunidades ofrecidas.
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